Por José Rabelo
Puedo hacerlo todo: levantar, cargar, recoger, golpear. Me siento poderosa. Hoy por la mañana organizamos en menos de dos horas el almacén de repuestos militares.
No quiero llegar a casa.
Antes del mediodía reparamos una extensa cablería en la central solar. Almuerzo con las otras chicas de la brigada y les cuento mis planes para esa tarde. Todas me acompañan a montar una torre de construcción en las afueras de la capital. Aparenta ser una labor tortuosa, pero entre todas la hacemos parecer fácil. Es como observar a una bailarina de ballet en lo más complicado de su rutina: quienes la admiran la ven como si hubiera nacido con gracia, con soltura, con talento de sobra por venas y arterias.
No quisiéramos llegar a nuestras casas.
Se emite una alerta de accidente a escasos kilómetros de nuestro lugar de trabajo. Enseguida llegamos al sitio para ayudar a los rescatistas. Nuestro vigor se hace mayor al ver a los niños atrapados en su transporte bajo los escombros. La potencia de nuestras extremidades se acrecenta con un ajuste en ciertos controles de los nanotrajes. Pieza a pieza, despedazo la porción asignada hasta crear una salida para los niños. Muchos salen heridos hacia el hospital más cercano. Descanso unos minutos antes de regresar a la base.
No quisiera regresar a casa.
En ruta, encuentro a un hombre dándole una golpiza a su acompañante femenina. Se despiertan en mí recuerdos indeseados. La dureza de mis sentimientos reprimidos se desata. Dominio, autoridad, supremacía son los temas de la escena ante mí. La potestad de intervenir me arropa y trato de desavenirme, pero el corpulento macho no encuentra resistencia en la mujer. De lejos le advierto mi intervención inminente. El abusador no amaina su pujanza. Me acerco para observar a la chica casi sin aliento y agarro al victimario por el cuello. Quiero apretarlo para sentir el crujir de las cervicales. Deseo vaciar mi impetuosidad en sus vías respiratorias para liberar a la mujer de aquel individuo. Anhelo olvidar mi caso, mi sufrimiento, mi muerte en vida años antes a manos de un ser similar a quien con brío sujeto. Lo lanzo con vigor hacia una pared de ladrillos. Cae al suelo dominado por un sueño liberador, liberador de su propia muerte, muerto en vida, tal vez, como yo hace poco tiempo.
No quiero regresar a mi casa.
La joven me agradece la intervención, toca mi traje negro con ambas manos. Me siento animosa, energética, vigorosa. Aquellas manos laceradas me aguan los ojos. Aquellas manos tiemblan como yo temblé una vez. Aquellas manos han conservado la vida hoy.
De noche no me queda otra alternativa que volver a mi hogar con mamá. En casa, los recuerdos se hacen menos llevaderos. No puedo olvidar cuando me llevaron al campo, me encerraron en aquella choza, me colocaron una máscara en el rostro para adormilarme, despierto no sé cuándo sin los brazos ni las piernas, mamá me lo contó todo, fui abandonada en la casucha por varios días, drogada, mi marido me inoculó una bacteria, la infección impidió la circulación por mis brazos y piernas, por eso resultaron cercenadas en un hospital, para salvarme, todo a causa del ritual de mi hombre, de mi macho, tan solo me había reído con el chiste de un desconocido en una fiesta, el costo, sin advertencias, el encierro, la infección, esa amputación.
Negras, asiáticas, blancas, latinas, a demasiadas mujeres someten al mismo castigo si sus maridos tan solo tienen un ápice de duda. Me duelen las memorias. Mami me quita las prótesis al accionar el control remoto. Las nanopiezas se desprenden de los muñones a nivel de las rodillas, de los codos. Las escucho caer similares a canicas diminutas cuando se aglomeran. Hay que recargarlas con energía para las labores del día siguiente. Madre me asea los muñones. A veces siento como si aún tuviera las piernas. Durante otras ocasiones me urge rascarme los brazos ausentes, me lo han dicho, es un fenómeno llamado la extremidad fantasma. Demasiados fantasmas. Tengo pesadillas repetitivas en donde lucho para no dormirme con aquella anestesia. He soñado con el momento del corte como si me despertara a tiempo para impedirle al cirujano cercenar mis extremidades. A pesar de los somníferos nunca he pasado una noche en paz. Mamá tampoco ha vuelto a descansar, siempre está a mi lado para consolarme, para darme masajes, para cantarme, para recitar un poema, para hacerme un cuento, para amamantarme con su mirada y hacerme recuperar el sueño. Duérmete niña de cuna, duérmete niña de amor, que a los pies tienes la Luna, y a la cabecera, el sol. Tengo un consuelo, mañana será otro día de mando, de resistencia, de poder.
© José Rabelo, 2063 y otras distopías (Isla Negra Editores, 2018)
José Rabelo (1963, Aibonito, Puerto Rico). Escritor, pediatra y dermatólogo. Escribe para niños, adolescentes y adultos. Se inventa nuevas geografías como Azábara, novela cerca de una isla que se hunde y en CARTAS A DATOVIA, nos embarca en un viaje a un país en donde la literatura mueve la economía. Le da voces a especies en peligro de extinción en sus libros Cuentos de la fauna puertorriqueña y Cielo, mar y tierra. Les presenta a niños y maestros la problemática de acoso escolar o bullying en su novela PAM. Crea monstruos para divertir a niños y jóvenes: Club de calamidades (Premio Barco de Vapor 2013) y El monstruo más divertido del Caribe.Nos invita a viajar en el tiempo en su nuevo libro de cuentos acerca de los eventos esperados para el futuro en su libro 2063. Y si habla mucho con él de seguro terminará como protagonista de una de sus historias.