Crónica, por Iris Mónica Vargas
Había decidido tomar un rato para contemplar el mar, y me detuve en aquella playa por ser la más cercana a donde me encontraba. Buscaba un poco de serenidad en la tarde de un día que había estado lleno de eventualidades. En la noche llovería muy fuerte. Por ahora las nubes engordaban lentamente, se pintaban de negro y picaban al mar.
Me llamaron la atención las olas, su tamaño y su agresividad, el modo en que parecían advertirle a quién se atreviera a acercarse: “Mejor quédate afuera. Aquí no entres”. Saqué una fotografía del paisaje, luego otra. Entonces la vi. Era una señora sencilla, su cabello corto dispuesto en un moño a la altura de las orejas, una camisa de manga corta del color del vino, semi ajustada sobre un pecho enjuto, y una falda muy larga sobre unas enaguas que algún día habrían sido blancas. Me llamaron la atención sus enaguas porque mi abuelita las usaba siempre. No sabía sentirse completamente vestida si no les llevaba puestas. Cuando yo era una niña, mi abuelita y mi mamá me hacían llevarlas, también, bajo los vestidos que mi abuelita cosía para mí.
La señora de la playa era mayor, de unos setenta y tantos años. Me causaba extrema curiosidad verle en la playa durante aquella hora (eran las cinco de la tarde), mirando al mar con las manos sobre la cintura y mojándose los pies. Quise conservar aquella imagen de una ancianita descalza, delgaducha y rodeada de mar, de modo que, tratando de que no se diera cuenta, le tomé varias fotografías, con premura, e inmediatamente sintiéndome culpable de querer hacerme de una memoria que no era realmente mía. La siguiente, sin embargo, no es su historia sino la nuestra, la mía junto a ella.
Lo que ocurrió después es lo que ocurre cuando sale uno al mundo, dispuesto no solo a observar sino también, se me antoja, a recibir y, más que nada, a estar en contacto con todo alrededor, no solo con la posibilidad del regalo sino con el riesgo que representa. Intentaba traducir aquella imagen a un poema, haciendo lo que siempre hago: preguntar.
¿Por qué se planta así sobre las olas de septiembre esa mujer? ¿Qué busca ya del mar? ¿Y este, qué trae? ¿Qué es lo que tiene?
La anciana se levanta su falda y su enagüa. Pareciera como si no quisiera dejarse mojar. Después, sin embargo, les deja caer, coloca una mano en la cintura y la otra sobre la frente. No lo sé entonces, pero el gesto es solo titubeo. Está debatiendo.
La ola hace tambalear la muralla angosta hecha de carne y de huesitos. El agua, ¿acaso es fría? (Ya quisiera preguntarle, y no me atrevo.)
Entonces una ola derrumba, sí, aquella muralla delgaducha. Dejo caer el móvil sobre la arena, y me quito con prisa los zapatos. Corro, me sumerjo en el agua. Levanto a la señora, y la traigo hasta la arena seca.
—¿Está bien?— pregunto finalmente.
—Yo quería que me llevara.
—¿Qué? — le pregunto confundida. Pienso que no he escuchado correctamente.
—Si Dios me diera valor para lanzarme… pero tengo miedo.
—No… no entiendo… ¿Lanzarse a dónde? ¿Usted… usted quería tirarse al agua!
—Sí. Que me lleve— me dice, y se devuelve al mar, caminando despacio.
(Sigue leyendo la historia Aquí en Hypérbole.Es o Aquí en Casa Bukowski,