Cuento corto
Por José V. Nieves Lacomba
Víctor N. caminó hasta la tumba y sacudió el polvo que cubría el epitafio hasta poder ver el nombre que lo había devuelto al cementerio después de un año: María Álvarez. Ella había muerto de SIDA después de haber estado con él por algún tiempo y él ni siquiera tenía H.I.V. ¿Por qué? Víctor sabía que no siempre había jugado tan limpio. ¿Condones? No todo el tiempo. ¿Jeringuillas limpias? ¡Ni siquiera eso! Y ahí estaba ella, muerta, mientras él caminaba sobre una grama verde sintiendo la brisa ya algo fría de final de octubre en el viejo Nueva York, la ciudad que se lo había tragado, como se había tragado a muchos otros. Víctor no tenía idea de la voluntad de Dios, o una visión total de repercusiones sociales o culturales. Solo sabía que había usado drogas por mucho tiempo (quizás por demasiado tiempo) y todavía no sabía exactamente por qué. O peor: no sabía si podía mantenerse limpio de por vida o si iba a morir activo.
—Como quiera que sea, ¿a quién le importa? —se preguntó Víctor. —Quizás ni a mí mismo me importa y estoy jugando el juego de ser responsable, de ser maduro. Como si hubiese la necesidad de ajustarse a un esquema que nadie sabe qué llena o para qué pueda ser —continuó él en su meditación. Víctor había traído flores rojas, las que empezó a depositar lentamente sobre la tumba mientras recordaba ese primer beso que María le había dado en “El Barrio.” El Barrio en junio 10; el día de su cumpleaños. ¿Cómo olvidarlo? Cuando solo había tomado una mirada recíproca en un encuentro que parecía que tenía que ocurrir. Entonces él había empezado a conocerla: sus gustos, su música favorita, qué podía hacerla llorar o reír, su único y especial olor (cada mujer emana un olor natural y diferente no provocado por ningún perfume). Ella había podido ver a través de él también, a través de una imagen que él no podía levantar delante de ella, de una imagen que él no quería levantar delante de ella para poder descansar así de todo el esfuerzo y trabajo que mantener esta imagen costaba tratando de sobrevivir en El Barrio.
—Te quiero, María —dijo Víctor para sí, mientras una larga y fría lágrima empezaba a rodarle por las mejillas. —Siento que eres la única que me conoce, la única que en verdad llegó a mi corazón —continuó diciendo, como tratando de rescatar un romance que estaba ya más allá de la tumba. Después de esto Víctor comenzó a alejarse buscando la salida del cementerio, sintiendo que dejaba atrás vida y esperanza. Para su sorpresa, mientras más buscaba acercarse a los portones más parecía adentrarse en el cementerio.
—¿Dónde dejé mi carro? —se preguntó Víctor a la vez que empezaba a cuestionarse muchas otras cosas. De pronto se percató de que no podía recordar ninguna cosa que hubiese vivido en el último año: nada acerca de su familia, su trabajo o ningún otro evento. Era extraño, pero lo único que podía recordar era a un doctor en un hospital hablándole a algunos de sus familiares sobre su condición de salud; cόmo algunos pacientes en esta última etapa de su condición (¿Cuál condición? Víctor trataba de recordar sin ningún resultado.) podían perder su mente sin saber qué estaba ocurriendo hasta el mismo final de su existencia. Pero Víctor no recordaba haber estado enfermo o haber pasado por proceso de enfermedad alguno. Y mientras más buscaba la salida del cementerio más se adentraba en una niebla que no lo estaba llevando a ninguna parte, perdiéndolo en la infinidad interminable de la nada.
María Álvarez caminó hasta la tumba y sacudió el polvo del epitafio hasta poder ver el nombre que la había devuelto al cementerio después de un año: Víctor N.
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El autor
José V. Nieves Lacomba es puertorriqueño. Es escritor, poeta y productor. Es autor de cinco libros: Herencia; Qué época, mi época; Heroína: una historia de amor; 100 fragmentos y algunas reflexiones; y Otros 100 pensamientos.