Ideas y Poesía. Una conversación con Eddie Ortíz-González e Iris Mónica Vargas.
Iris Monica Vargas: El filósofo Ernst Jünger escribió una vez, “Dime tu relación con el dolor, y te diré quién eres.” Y el filósofo Koreano Byung-Chul Han añadió al respecto: “Lo mismo puede aplicarse a la sociedad como un todo.” Dice Han que impera la algofobia: un miedo generalizado al dolor, donde todas las condiciones que generan dolor son ignoradas. Otorgamos, tanto individualmente como en colectivo, menos espacio a las conflictos o controversias que pudieran generar discusiones dolorosas. Una especie de anestesia permanente. Lo hacemos en la política, por ejemplo, y por ello alcanzamos solo más de lo mismo: porque las reformas se alejan del consenso paliativo, y tienen el potencial de generar dolor camino a una solución.
En las facilidades de cuidado de envejecientes, de acuerdo a todo lo que ya he visto en mis rotaciones de medicina, ya no tocamos las manos ni escuchamos a la viejita. Decimos que es cuestión de tiempo, la falta de este, pero realmente es porque si tocamos, seremos tocados; si escuchamos tendremos que sentir. El dolor de ese “otro” puede que nos recuerde ese dolor nuestro al que hemos silenciado. En las salas de los psiquiatras he visto muchachas y muchachos de veinte y tantos años de edad esperando a que alguien, algún día, les provea de una píldora milagrosa que pueda al fin despojarles de todas sus dolencias emocionales. La alternativa no es opción para ellos: la alternativa es el trabajo constante de la introspección, que empieza siempre sintiendo profundamente ese dolor hasta encontrarle sentido.
Una vez, intenté suicidarme. Nadie se lo hubiera esperado. Ni mi madre, ni mi padre, ni mi abuela. Ya puedo hablar de esto, aun cuando todavía no puedo hablar de lo que lo causó. Sentía un dolor inmenso e intenso, y nada tenía sentido. La clave está ahí: lo que sentía “no tenía sentido.” No había aprendido que es natural sentir dolor, que el dolor, sobretodo el dolor, es lo que más sentido y significado tiene en la vida, lo que más lecciones lleva en la panza. Y solo cuando encontré, en aquel momento, algún atisbo de ello, algún símbolo que tomara el lugar de ese sentido que la falta de introspección todavía no había hallado, solo entonces pude “regresar” al juego de la vida.
En aquel momento mi dolor no era elocuente, mi dolor no había logrado ser crítico. Creía ser privado, único, patológico. Estaba como lo sigue estando el dolor de muchas y muchos: aislado, como si no tuviera también una poderosa dimensión (y etiología) social que en este momento histórico tiende a ser reprimida y/o suprimida.
Byung-Chul Han dice que el catalista de las revoluciones es el dolor compartido. Separar al que está dolido del resto le transforma en “Ella” o en “Él”, castigado, castigada, recibiendo el peso del dolor en aislamiento. Entonces, en vez de revolución, y como dice Byung-Chul Han, obtenemos depresión. Es decir, el dolor fuera de su contexto social, el dolor de un ser humano en aislamiento, aleja también de la verdad “porque darle voz a dolor es una condición necesaria de la verdad.”
¿Qué entiendes tú, Eddie, sobre todo lo anterior, sobre del dolor, cómo influye sobre ti, Eddie, cuando colocas tu bolígrafo o tu lápiz sobre el papel para crear tus poemas, tus historias?
Eddie Ortíz-González: La belleza en esta pregunta que haces me estremece. Te comento que he sobrevivido a dos suicidios. El de mi padre, y el de su pedagogía en mí. He vivido mi vida como un suicida en potencia.

Adoro que hayas comenzado tu reflexión parafraseando a Ernst Junger, que también es uno de mis filósofos favoritos. Su libro Sobre el dolor es una de mis lecturas de cabecera.
Llevo días considerando las palabras para tu pregunta. Qué es el dolor, cómo entiendo el dolor. Cómo traspasa mi escritura.. Es esta: el dolor es una medida de lo humano, el subrayado en su devenir. En ese sentido, mi escritura es una puesta en escena de ese dolor, de ese quiebre íntimo. De su insistencia fantasmal a través de lo que deseo. Lo que se desea se imagina. Se vuelve imagen. Somos sujetos porque andamos por este mundo con una carencia terrible, que no colma. No hay deseo satisfecho, nunca. Un deseo nos lleva a otro, nos pasa de una mirada hacia otra. La mirada del deseo, que es ante todo un deseo de la mirada, dicta la deriva; el acto de vivir.
Somos terriblemente incompletos, y el tiempo de vida, nuestra supuesta propiedad, es lo más impropio que poseemos. La certeza de morir no tiene una fecha de expiración. Mientras, deseamos otra vida, otro cuerpo, otro deseo. Otro fantasma que ocupe el tedio terrible entre nacer y morir.
Cuando escribo, pienso que rozo lo que deseo. Nada más lejos de esa certeza, y sin embargo. Está escrito, ahí. Eso toma el lugar del poema, se imbrica en el poema. En su cortedad, en su imposible pregunta y respuesta. Un poema es una pregunta cuya respuesta no debe tomarse como tal. Ahi, en ese quiebre, hay un dolor. Terrible. Silente. Por ello es que puedo entender el porqué de escritores que asumen el suicidio (real o simbólico) como una salida.
Temo no haber contestado satisfactoriamente, y sonar demasiado hermético.. Pero el dolor es tan conocido por cercano, y tan extranjero de nosotros. El verdadero dolor, si pudiera darse cuenta de ese dolor en su sentido absoluto, es con la muerte, o la idea de cesación de vivir tal y como la entendemos en Occidente.
Con la muerte se sabe del dolor, pero no puede comunicarse. De igual manera, escribir insiste en lo contrario. Está ahí, en el grafo trazado en la página. La caricia que arde en la carne y no la piel…Quiero atreverme a hacer una petición, Iris. Me gustaría que me hablaras de esa experiencia que te llevó al intento de suicidio. Sé que pido mucho.
IMV: Yo no quiero hablar sobre el suceso concreto que me llevó a intentarlo aquel dia porque no quiero volver a ese lugar. Creo que regresar a ese lugar no es necesario. Y si lo fuera algún día, tendría primero que entender cómo hacerlo correctamente. Lo que sí es necesario para mí es entender lo que sentía cuando estaba allí. Eso que sentía es lo único que puedo modificar. Me sentía indefensa, sin ningún atisbo de esperanza. No me conocía, y con eso quiero decir que no conocía quién podía ser. No sabía que soy yo quien se crea a sí misma. Y que mi mirada es válida sin tener que ser validada por nadie más para serlo. Tengo la impresión de que eso es algo que la mayoría de nosotros tarda en conocer. Siempre insisto en que habitamos dos tipos de “universos”: el grande y desconocido, o sea, el de las galaxias por doquier, el de la HD1 (que bien podría ser la galaxia más antigua a la que hemos tenido acceso con nuestra tecnología actual); y el universo local: el conocido, el de la familia y el trabajo, la escuela y la clase tal, la comunidad y el país, según sea tu inclinación y curiosidad intelectual. Y este último es el que tiene verjas y vallas, y puertas herméticamente cerradas. Si solo conoces el local te pierdes, te desconoces, llegas a pensar que solo puedes ser ciertas cosas, que es muy limitado el número de cosas que puedes ser, hacer y pensar. El universo local puede llegar a desgarrarte, a hacer que te salgas del balcón y camines por el alero desde el octavo piso sin protección alguna hasta lanzarte.
En ese universo local no vales nada si no eres lo que dictan sus condiciones de frontera sobre lo que debes ser, a esta edad, en este estado físico y político, en esta clase social o de bioquímica. En este universo local nunca eres ni serás suficiente. Allí no te quiere quien tiene que quererte, no te escoje quien debe escogerte, no te aceptan donde debes pertenecer. Cuando te alejas del universo local empiezas a advertir la variedad, la diversidad, la riqueza aun en los patrones. Lo que ocurre, desde mi perspectiva, es que en ese universo local puedes ser recordado para siempre, tienes la promesa (aunque imposible) de ser “eterno”; mientras que si consideras el universo más grande tendrás clara tu vencibilidad, tu transitoriedad, lo frágil que somos. La muerte.
En el universo local la muerte siempre es trágica, no importa cuán tranquila sea la transición. En el universo grande, la muerte es natural — la continuidad de las cosas. Querer suicidarte es, entonces, eso pienso hoy día, pensarse atrapado en un lugar y no poder imaginar que nunca estás atrapado o atrapada allí. No realmente. Porque tú eres parte de la diversidad de la naturaleza. Las vallas y los cerrojos no son reales nunca, y siempre son convenciones nada más.
EOG: Al ser humano le aterra la precariedad que lo constituye. Por ello, esa ansiedad en trascender (a falta de mejor palabra) su finitud. La salida (que no es la solución, ni su búsqueda) es quizá abrazar esa constitución. Darle lugar. Quizá escribir sea eso. Una salida.

IMV: En estos días estoy trabajando en un departamento de cirugía, como parte de mis estudios. Y me he sentido bastante sobrecogida al notar cómo un lugar de recuperación y salud parece estar repleto de seres humanos que están tristes, llenos de amargura, cansados unos de otros y del mundo. Y en ese entorno es que yace el enfermo al tratar de recuperarse de su aflicción. Parece contradictorio. Es como si todos ya se hubiesen dado por vencidos frente al mundo al que pertenecen, a pesar de que son ellos quienes lo componen. Sin embargo, regresan allí todos los días, a trabajar sirviendo a otros. A veces es un milagro, al menos para mí, que alguien logre recuperarse allí, que alguien logre sobrevivir. Y me parece similar a la creación literaria en muchas ocasiones. Estar lleno de amargura, sin aparente fe en la posibilidad de la belleza del ser humano, y sin embargo, intentando crearla. Como si el deseo profundo de que sobreviva la belleza triunfara después de todo, a pesar de todo. Algo así.
Una vez leí un cuento llamado Frederick, sobre un ratoncillo de quien todo mundo se burlaba por interpretarle como si no estuviera haciendo nada, tomando acción alguna, por quedarse, o al quedarse, contemplando el horizonte mientras los demás trabajan llevando cosas de un lado a otro, buscando alimento, sin detenerse jamás.
El otro día mientras visitaba un pequeño bosque cerca a donde ahora vivo, pensé en cómo ese instante, todas esas gentes que buscan y disfrutan esos momentos (contemplando el color de las hojas de los árboles, la textura de sus troncos, el juego entre el rayo de Sol y la superficie del agua de los charcos de lodo), también son como Frederick. Están coleccionando colores y texturas, sabores y sonidos, para cuando llegue el invierno, del cual existe mucho y en muchas formas. Y pensé cómo es necesario entonces que exista quien mire, quien observe, quien haga todo eso y todo esto.
Tú a veces eres “oscuro,” (según dices, o de acuerdo a quien mire) pero inclusive dentro de lo que tú proclamas tu oscuridad, creas mucha belleza. ¿Para qué lo hacemos? ¿Para qué intentamos salvar a quien está enfermo aunque no se pueda realmente? ¿Para qué intentamos crear belleza donde no parece haberla?
EOG: Para qué, por qué. El quehacer humano comienza y termina con preguntas como esas.
La respuesta, si alguna, es que no toda respuesta es posible a esas preguntas. En mi caso, mi escritura se plantea así misma como respuesta. No hay más allá del texto. Es texto es lo que es, hasta donde pudo llegar tras un ejercicio de escritura y corrección. No pretendo cambiar el mundo con un texto, pero si la lectura de ese texto provoca un lente para quien lo lee, bienvenido sea.
El mundo es cruel. Eso lo aprendí hace mucho, demasiado, diría yo. En la crueldad también está la belleza. La oscuridad es un haz de luz, y aunque no lo parezca, en ese espacio también habita la (com)pasión.

IMV: ¿Cómo puede algo ser bello, ser belleza, cuando describe la falta de ella, el hueco?
EOG: Lo bello está en su falta y en el pulsar de su deseo. Su carencia pulsa la búsqueda y el apenas roce, siempre demasiado leve. Esa bien puede ser nuestra deriva por el mundo, nuestra respuesta a la pregunta ¿de dónde vienes? De rodear la tierra y de andar por ella.
El acto de escribir conlleva reconocer la andadura por esa deriva. Al menos para mí. Al menos para aquello que me place leer, tocar, ver. Si el texto, si el cuerpo no responde con temblor, entonces hay que hurgar más, adentrarse más profundo, abismal. Aún con el riesgo de adentrarse tanto que lo que adviene es silencio. Es curioso, el imperativo más presente en el acto de escribir, el silencio, ha sido lo que ha llevado a escritores hacia la muerte, y sin embargo, sin silencio un texto no es posible. Quizá el susto es porque el silencio desata otro ruido, el sonido hueco del abismo humano, que a fin de cuentas, somos una interrogante sin respuesta vagando por el vivir, deseantes, aburridos e incompletos. Escribir es sobretodo prestar atención a ese terrible sonido, sin promesas de sobrevivencia, pero apostando por vivir mientras dure.
Escribir quizá sea una metástasis (más allá de la estasis) del sujeto.
IMV: ¿Crees que esa delicia de atreverse a ser quien uno es, sin miedo a fallar, a equivocarse, a parecer menos perfecto o perfecta, a caerse en plena calle y levantarse, sea más difícil para una escritora, un escritor? ¿Por qué ha de parecer así? Se asoma a mí el pensamiento de que es ahí que reside la/él artista, no con la piel desnuda sino delgada; porque mientras más gruesa, menos vulnerable y menos se le escuchan los latidos al corazón.
EOG: Creo que es circunstancial. Tiene que ver mucho con esa educación sentimental que acompaña a uno en todo momento. En mi caso, puedo hablar de una insistencia -a veces desmedida- con la limpieza en mis textos. Siempre corrijo lo que escribo. Es una labor que no termina, y que quizá describa, de un modo u otro, el modo en que discurro por la vida. No por ello sugiero una causalidad entre vida y escritura, nada más lejos. Pero sí la escritura me ha permitido mirar la vida de cierto modo, y del mismo modo este mirar puede dar cuenta de una escritura. Empero, no es un reflejo prístino. Más bien turbio, bastante turbio.
IMV: Esto pasó hoy. Y te prometo que tiene un propósito mi cuento. Recibimos en el hospital, hace unos días, a un muchacho de treinta y tantos años, que.. no sé ni cómo contar esta historia.. dejó de buscar el proceso de diálisis (para limpiar su sangre) durante cuatro semanas, y luego de una amputación de un pie, no regresó jamás a cuidar su herida. Tanto así, que llegó al hospital confundido, desorientado y con lo que quedaba de sus pies, absolutamente infectado. Hoy le amputaron una de sus piernas. Otorgando el consentimiento para la operación estaba su hermano, alto y robusto como imagino habría sido él en antaño. Alto, robusto, alerta, caminando por la vida. Vi cómo cortaban poco a poco su pierna, como le desprendían paso a paso del resto de su cuerpo. El procedimiento no ha cambiado nada desde que Aurelius Celsius (médico y filósofo Romano) lo describiera en su enciclopedia en el siglo primero. Continúa siendo brutal. No solo la concretitud del acto, y lo extraño, sino la enormidad de su finalidad. Ya no hay pierna. Un pedazo de tu cuerpo ha sido desprendido para siempre. No hay marcha atrás. Se es más pequeño, en cierta medida. Algo irremplazable ha desaparecido. Pensaba en los bebés cuando nacen, en cómo contamos sus extremidades: dos bracitos y dos piernas; cinco dedos en cada mano y en cada pie. Después llega aprender a caminar. Luego, a correr. Entonces la teresina o la bicicleta. La distancia se acrecienta entre todos esos momentos y esa pierna que ahora es otro objeto más, y que envuelven en una bolsa plástica y sobre una mesita con ruedas se la llevan. Entonces el muchacho despierta de la operación. Vencido el periodo del sueño, abre sus ojos de nuevo. A este muchacho nadie explica nada, pero él ya lo sabe. Sus ojos se rehúsan a mirar a cualquier otro par de ojos. Nadie intenta –ni pudiera–, acompañarlo. No obstante, lo que me trajo hasta aquí es la compañía: El hecho de que no puedo tocar su mano de manera eficiente, porque aún cuando intento tocarle, él ya no recibe a nadie. No es su culpa, y tal vez tampoco es la mía, pero algo ocurre cuando no podemos tocar y tampoco podemos recibir la caricia. Porque sabemos muy bien que en algún momento sí pudimos, que existió un momento cuando aún éramos capaces. Será que para eso pintamos y escribimos, para eso hacemos películas y contamos historias. ¿Será que eso es lo que seguimos intentando?
EOG: 1. Pienso en dos cosas: escritura, y promesa. Se puede hablar de una promesa de la escritura? ¿De una escritura de la promesa? ¿Promete escribir? Escribir, ¿promete? De antemano, me gustaría decir que se escribe en pos de una promesa, que sí: escribir promete. Pero en ese mismo instante que establezco una correlación entre escritura y promesa, que dudo, y con duda deshago el nudo, el vínculo que las une.
2. Con los amputados ocurre un fenómeno médico, el miembro fantasma. Existe allí un pulsar donde no está el miembro en su carnadura, en su presencia real. Una pulsación fantasmal allí donde la sutura marca una pérdida y límite del cuerpo físico. ¿Qué pulsa allí donde no está lo pulsado? ¿Pulsa allí una promesa?
3. Quizá escribir sea eso: una ausencia y su promesa, también ausente. Sin embargo, escribimos, y aunque no lo formulemos, pensamos en la promesa de escribir al escribir. Como si nos salvara de algo que todavía no logramos formular ni comprender. Una vez, borracho en un baño leí esto:
“Prometer hasta meter,
después de metido,
olvidado lo prometido”
¿Será esa una promesa en la escritura? Quizá sea ese el intento.

EOG:
Pienso si la caricia, más que la celebración de un arribo, es su despedida.
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“Metsästää”
*
Un puente hace
un arco entre dos orillas
un arco tensa
la cuerda
dispara una flecha, que
hace un arco y da en el blanco
la presa sorprendida
corre, arquea y cae de bruces
con ojos llenos de espanto
cruza en un suave berrido.
IMV: Ok, Eddie. Dale Play.
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Fotografía de portada: Iris Mónica Vargas. “Disenchantment Day” (Alaska, 2022)
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