Por Iris Mónica Vargas
Había comenzado todo a las siete de la noche. Sentía que se arrastraba por su abdomen como hormigas de fuego. Mordía muy duro y le agarraba. A las diez, picaba fuerte. Ardía. Un dolor afilado. Quemaba.
Su esposo, y su hermana, la hermana de su esposo, los hijos de su hermana – un niño de tres años, y una niña de seis—le habían acompañado a la sala de urgencias.
–Sentí como si una pelota de sangre hubiera salido de mí, – le cuenta ella al galeno, en su lengua materna. A su lado está la intérprete, intentando llenar los espacios de la grieta.
–Si el sangrado no se detiene,– advierte el médico –entonces, tendremos que considerar cirugía. Dilatación y curetaje—dice.
La clara imagen del procedimiento llega a la mente de quien habla. A la mente de Marela, sin embargo, una espesa neblina le arropa el pensamiento y lo oscurece. Surge entonces una novel sensación. Un dolor amenazante, apresurado. Esto es algo que sabe no haber sentido nunca antes. Mientras tanto, la intérprete médico escucha cada palabra como si la estuviera observando, la una cayendo sobre la otra, como gotas de cascada, implotando en superposición de significados al llegar a su destino.
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