Por Ricardo A. Vega
Image: “Harana” by Hose Honorato-Lozano (1851)

Curioso por el inasequible aroma de su cuerpo, decido transitar mi soledad, repasando mi vida en olores. El inventario de una paleta de fragancias, de entre las que podría escoger y mezclar, hasta dar con la que imaginaba correspondía a su piel. Nunca nos encontramos, pero sí nos habíamos visto y conocido lo suficiente para desearnos.
La vida ha sido larga y no empacharé al intruso con el extenso listado de una fragante autobiografía. Limitaré el relato a las tres que sobrevivieron el ejercicio, convencido representan la base de lo que sería la aspiración de tenerla cerca.
San Leon
Gusto pasar noviembre en el balcón de mi biblioteca. Previendo el comienzo del tiempo seco, permito a las últimas lloviznas inaugurar la nostalgia de su partida. Los seis meses de sequía que se avecinan, suelen caer como un manto de inercia sobre la comunidad; el establecimiento formal de la pereza.
La arista entre temporadas gusta decorar el paisaje amainando la precipitación, ofreciendo al rostro la dócil humedad de una bruma negada por la estación que se aleja. Colofón de torrenciales diluvios que incesantes retumbaron el zinc de los techos, cual pedruscos caídos del cielo. El ensordecedor escenario que enmarcando la mirada de frágiles ventanas, filtraba compasión por las vacas y carabaos que, con solitario pie firme bandearon valientes, cual si vivas estacas en medio de la planicie, el inacabable aluvión.
¡Ha llegado la cosecha! Y las buenas nuevas parecen reflejarse en los ánimos de una población que anticipa el fruto de su afanoso verano. Tropas de firmes y recién afiladas hoces se lanzan a los campos de arroz. Centenares de empapadas hectáreas, despojadas ahora de su celada panoja, abren anchas sus fértiles grutas. La arcilla, rendida y madura en su deseo de aplacar el apetito, inunda los días, las noches y todo lo que rodea mi mirador, de su encantadora emanación de yerba recién cortada. Reclino entonces la espalda en la favorita de mis sillas, mientras el saturado aire entrega sus manjares, cobrando vida en la memoria de una mirada anegada en el anhelo, tálamo de nuestro ensueño.
Boston
Un zumo de capullos cabalga el viento y en su brazo, el afilado sable, implacable asesino de inviernos. Las vías de la ciudad, en virulento brote de riachuelos, amanecen repletas de refulgentes estelas. Licuados de nieve que los locales celebran con festivales a la desnuda pierna, la manga corta y la concurrida manifestación del ombligo. La final derrota del frío, anunciada en termómetros que marcan los 50 grados Fahrenheit, solía abofetear mi entendimiento climático de raíz caribeña. Pero la aceleración que inducen seis meses de encerramiento, gorras y gruesos abrigos, provocó, fugaz, un inmenso agradecimiento por la tierna tibieza que en antaño identificaba como frío de montaña.
Para el ojo todo cambia. Un sol que insiste en asomarse cada día más temprano, inmiscuye sus rayos por los cristales de la habitación, buscando paso entre sábanas que hasta hace poco acompañaban la oscuridad de las 7am. Pero el verdadero homenaje de primavera es para el olfato. El helado hálito del aislamiento abre paso al templado aliento de la esperanza y la explosión de la floresta, palpita en su distante pecho, con bocanadas de tenue calidez. Se inhala el equinoccio, cual si llave de los sentidos, despertando en un horizonte que divisa el estreno de todas las puertas. Extremidades que el largo tiempo mantuvo selladas y que ahora se expanden, como alas, dando paso a la ilusión que asegura renacer, en la promesa de su abrazo.
Villalba
Alto y llano componen las piezas de un municipio donde, al menos durante mi niñez, desconocían la historia de Santa Claus. Navidades eran en enero y el viaje familiar desde San Juan, en el Volkswagen de mi papá, era una excursión de grandes proporciones. Se salía temprano o no se salía. Pavorosos riscos sin aparente fondo, superados por ciegas curvas a la espera de un amenazante SeaLand, intentando espacharar el rodante caculo de mi padre, contra la pared del monte. Una travesía repleta de insólitos placeres que despachaban los riegos como aventura, circundando boquiabierto las majestuosas tetas, que marcaban la mitad del camino.
Se llegaba de día. Pero la espera pertenecía a la noche, cuando los antiguos Reyes de Oriente revelaban su magia de presentes, regresando en el reverso de una ruta que por siglos supo de perfumes de opopónaco e inciensos de gálbano y almáciga. Ellos también tenían su seductora mitad de camino y era así como España, se hacía presente en la sala de mis tíos. Allí, donde junto con mis hermanos y primos, de todos los rincones del país, descendíamos prestos a la batalla por encabezar la cata del turrón almendrado. Algaliero ladrillo que con su bienoliente aroma, presidía el centro de la mesa. Una boca enjuagada en expectativa nunca defraudada, cuando el dulzón de lo blanco se disolvía pegajoso, entre unos dientes que ansiando el crujir de la exótica semilla, convocaba al alatar de tierras lejanas, regalador de mirra a los niños.
Embriagados por el gazmiar de la pastosa resina que se aferraba a nuestras muelas, salíamos al campo perseguidos por un buqué que en silencio, grababa su recuerdo en nuestros corazones, dando la impresión de servir como hechizo, a las miles de luciérnagas que de repente abarrotaron las inmediaciones. Hipnotizado por el espectáculo, me he pasado la vida queriendo volver a ver aquel incontable y verdoso parpadear. Nunca he sido tan dichoso. Excepto por la mandorlada esencia que en sueños despide su cabello y que, al peinarlo entre mis dedos, me atrapa en un electrizante flujo que se destila en sus puntas; abundantes instantes de fulguroso tintineo, la alegría de la niñez, el comienzo de la primavera, el júbilo de la siega.
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Ricardo A. Vega (1960) Santurce, Puerto Rico. Estudió en la Facultad de Ciencias Naturales del recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, continuando su carrera académica en la ciudades de Sao Paulo, Brasil; Ciudad de México y finalmente Cambridge, en los Estados Unidos donde termina su bachillerato en Ciencias en la Universidad de Harvard. Posee también una maestría en Educación de la Universidad de Massachusetts en Boston, donde vivió y trabajó como maestro en las escuelas públicas de la ciudad por 30 años. Sus escritos han aparecido en publicaciones nacionales e internacionales. En el año 2013 publica el libro “Democracia Intelectual” y “Travesía del Exilio” en el 2015. Su poemario “Zuihitsu” está pautado para salir en enero del 2021. Actualmente vive con su familia en Las Filipinas, desde donde escribe.
