por Iris Mónica Vargas
*Las opiniones aquí expresadas son de la autora y no representan las de ninguna organización.
Ponce, Puerto Rico (20 de enero, de 2020)— La mujer sostiene en sus brazos una criatura hermosa. El bebé, de tres meses de nacido, mantiene cerrados sus ojos debajo de una mantita azul de lunares blancos que su mamá, Celimar, utiliza para protegerle. Este día el sol no perdona, ni siquiera a tan indefensa criatura. “¿Puedo tomarte una foto?” pregunto a Celimar, queriendo evidenciar que Mateo existe, y que también cuenta su fragilidad. “No, mejor tómasela a ellos,” me dice. “No estoy bien vestida,” agrega, entregándole su pequeño a una niña de diesisiete años. Para la foto –que muy pronto aprendo no puedo utilizar, para salvaguardar la privacidad de los niños –, posan sonrientes un niño de quince años, la niña con el bebé, otra niña de diez años y un niño más pequeño. “¿Es tu familia?” pregunto a Celimar. “Bueno, aquí todos somos como si fuéramos familia”, contesta ella.
Celimar vive en el Residencial Silver View, en el pueblo de Ponce, en el sur de Puerto Rico. El residencial yace plantado sobre una hermosa montaña que se levanta desde la planicie y mira, monumental, hacia el mar. “¿En cuál de los edificios vives?” le pregunto. “En ese,” me dice, señalando el edificio número dos, que se extiende sobre el terreno como si fuera a caerse montaña abajo. “Pero ahora estamos en las casetas esas que tu ves allí. En la amarilla, ahí duermo yo. Si quieres vamos pa’llá, para que veas”, me dice.
Durante la breve caminata rumbo al edificio número dos, se nos une Jessica, vecina y amiga de Celimar. “Te voy a enseñar mi penthouse,” me dice bromeando. “Penthouse no,” le riposta su hijo, el niño de quince años, quien también se nos ha unido, “open house”. Es una casa de campaña tamaño mediano y contiene cinco matres inflables colocados en serie, es decir, uno al lado del otro, sin que medie espacio alguno entre ellos. Al lado de esa casa de campaña hay otra y al lado de esa, media docena más. Han sido “estacionadas” en los lugares donde usualmente habría autos. En los únicos estacionamientos que yacen vacíos hay una silla, dejada allí por uno de los vecinos, como plantando bandera, para colocar allí su catre, más tarde, cuando llegue la hora de dormir. “Por lo menos aquí por la noche hace buen fresquito,” dice Celimar.
Mateo, el bebé de Celimar, duerme en un pequeño espacio dentro de la última casa de campaña en esa línea de estacionamientos. Todavía sigue en brazos de la niña de diesisiete años, mientras Celimar y yo conversamos. Lo escucho llorar y me siento culpable —de haberle tomado prestada a su mamá por unos minutos para conversar, de no poder hacer nada para que duerma como se supone deba dormir un niñito de tan tierna edad —en su propia cunita, con cuadritos de algún personaje feliz colgando de la pared—, en lugar de donde lo hace: en una caseta de campaña que ocupa su madre por no sentirse segura de que no le va a caer encima un pedazo de techo dentro de su propia casa durante el próximo temblor.
“¿Cómo están reaccionando los niños a todo esto?” le pregunto a Jessica. Hace algunos minutos había visto un grupo de ellos pintando junto a una de las psicólogas voluntarias del grupo Sonrisas pa’ mi gente, que junto a los integrantes de SER de Puerto Rico, y Puerto Rico Rise Up, sorprendieron al grupo de niños residentes con una sesión de terapia-pintura, algunos juguetes, y artículos de primera necesidad. “Empiezan a llorar, o gritan ‘¡está temblando!,” dice Jessica. “Tienen miedo. Hay nenes que ya son grandes o no usaban pañales, y ahora están usando pañales otra vez”. Viene a mi mente lo que aprendimos en la escuela de medicina: que eso se llama regresión, y que es una de las manifestaciones de estrés en los niños. “Lo que más necesitamos,” dice Jessica, “es apoyo psicológico, especialmente para los niños”.
Mirando a mi alrededor llama mi atención que los edificios, aún contando todas las casetas apostadas sobre el espacio de estacionamiento frente a ellos, lucen vacíos. “Hay un montón de gente que se ha ido para allá afuera,” dice Jessica, como si leyera mi mente. “En este quedan nada más que siete familias, de veinticuatro que había,” dice, señalando al edificio dos. “Y en este otro la que quedo soy yo”. La mayor parte de los residentes ha buscado refugio temporero en casa de familiares, me explica.
De la administración del Residencial nadie ha venido a visitarles, cuentan los vecinos, ni para juntos trazar un plan de emergencias, ni para lo que a los vecinos les parece más importante, lo que mayor tranquilidad y paz les traería: el que inspeccionaran el edificio que les sirve de vivienda —adecuadamente, por inspectores profesionales—, que certificaran si es seguro o no permanecer allí.
“Quienes han venido son los ayudantes de administración y miraron solamente por fuera. ¿Por qué no miran por dentro de los edificios? Lo más importante es que vengan, revisen bien y nos digan, ‘Mira, ok, están seguros. Pueden regresar a sus apartamentos’”, dice Jessica.
De acuerdo a Adriana, líder comunitaria y residente de uno de los complejos de vivienda aledaños, el Residencial Golden View, durante la emergencia, “los mismos vecinos han sido nuestros mejores aliados”. La preocupación más importante de los residentes es sentirse —o saberse— carentes del apoyo de quienes suponen debieran asumir cierta responsabilidad por el bienestar de los residentes. “Vivienda pública no ha venido por aquí. La administración nada que ver. No hemos sentido su apoyo de ninguna de las agencias que tiene que ver con los residenciales públicos. Más apoyo nos están dando vecinos de Lajas, de San Juan, de otros pueblos, y organizaciones como Puerto Rico Rise Up, SER y Sonrisas pa’ mi gente, aún no siendo parte de nosotros.” De hecho, fue uno de los vecinos del Residencial, quien labora como bombero, quien se ocupó, él solo, durante uno de los terremotos, del desalojo de los residentes.
Cuando me dispongo a dejar el Residencial Silver View, un vecino que ha estado todo este tiempo trabajando con el motor de su carro me detiene. “¿Cómo está? ¿Qué hace?” le pregunto. “Ya usted sabe,” me dice, “Mecaneando… por si hay que dejar todo esto y salir corriendo, tener con qué”. Después agrega, “Muchas gracias, ¿sabe?” Y me sonríe, con mucha ternura. “Gracias por habernos venido a visitar un ratito y ver. Lo apreciamos”. Le contesto que no hay de qué, y le comprendo: a veces lo que uno más necesita, lo que facilita la solución de tantos problemas, es ser escuchado, ser escuchado con atención; y como adulto, como niño también, saberse incluido en las conversaciones importantes, en su comunidad y en su país.
Desde mi auto, observo la ancha van que transporta al equipo de voluntarios dirigiéndose ahora hacia el residencial Miramar que alberga a 96 familias. Es un entramado de edificios rodeado por las casas de una urbanización. Conforme nos acercamos a su entrada, se asoma sobre un amplio y despejado espacio de grama verde, que en tiempos normales supongo ha de servir de parque para la urbanización entera, un campamento con numerosas casetas y una gran carpa blanca en el centro. “Voy a llamarle campamento de mujeres,” le dice más tarde uno de los voluntarios a una de las residentes. Y es que este campamento lo ocupan, en su gran mayoría, mujeres y sus niños.
Nos reciben las tres líderes del campamento. Converso con una de ellas, Ruth Quintana. Aquí la situación es distinta a la de los residenciales que acabamos de visitar. La administración del residencial ha estado en constante comunicación con los residentes. Ya los inspectores han revisado el edificio, y ambos grupos, la administración del residencial y los residentes, se encuentran esperando el resultado de los reportes.
La necesidad más imperiosa en Miramar, nos dice Ruth, es la de conseguir más casetas que puedan albergar las familias que no tienen otros lugares para pernoctar —como, por ejemplo, la casa de algún de familiar, que es donde duermen algunas familias, incluyendo la de Ruth. “Yo duermo en una marquesina, en la casa de mi suegra, porque somos muchos. Así que, como tal, yo sí duermo en una marquesina”. Las tres líderes han organizado el campamento tal que las familias tomen turnos para ocupar las carpas, teniendo prioridad aquellas que duermen en sus autos, por no tener familiares cercanos a quienes acudir para refugiarse.
Durante el día, la carpa blanca localizada en el centro del campamento les sirve de punto de encuentro a los residentes. En el centro comunal de la urbanización hay una nevera, y una estufa donde cocinan utilizando los mismos materiales y suministros que les son provistos como ayuda. “Yo, por lo menos, soy la encargada de la cocina. Cocino como para cincuenta personas todos los días. A veces más”, dice Ruth. “También hay muchas personas que nos traen comida caliente. Luego nosotros repartimos las cosas que nos llegan en bolsitas de ayuda, y le damos a cada residente de cada cosa.”
De nuevo, pregunto por los niños. Y es que al igual que Ruth, también soy madre, y he visto cómo han recurrido las pesadillas y el despertar, casi todas las noches recientes, con gritos que nos recuerdan a todos que aunque juegan y brincan durante el día, los niños absorben todo a su alrededor.
En el residencial Miramar hay 200 niños. Mientras conversamos, se escuchan los voluntarios y los niños del campamento tocando instrumentos musicales y riendo un rato. “Este tipo de distracciones le hace bien a los niños“, dice Ruth. “Es uno, como adulto, y ha salido traumado, imagínate los niños. Por lo menos a los míos ya no quieren dormir solos. No les gusta dormir con la puerta cerrada. Cada vez que escuchan el ruido o el temblor corren a donde mí. Para bañarse, tengo yo que estarlos velando”.
También Ruth, al igual que muchos otros residentes, siente miedo todavía. “Me asusta quedarme encerrada. Es que lo que pasamos aquí esa noche fue horrible. No se lo deseo a nadie,” cuenta. “El ruido que hacen esos apartamentos… Se nos fue la luz. Todo estaba cayéndose, rompiéndose… En las escaleras, tú sentías cuando el bloque iba explotando por dentro. Y aún bajando las escaleras, eso todo seguía moviéndose. Y los gritos de todo el mundo… A unos vecinos, con apartamentos que dan puerta con puerta, se les trancaron las puertas de la entrada. Tuvieron que tirar los nenes por el balcón desde el segundo piso y otros vecinos cogerlos abajo. Y luego ellos tuvieron que romper la puerta para poder salir. Eso fue durante el primer temblor, el del día de reyes.”
Aunque antes de ese día, cuenta Ruth, “nos acostábamos y nos levantábamos, con miedo pero nos acostábamos aquí,” desde ese día, ya no más.
Quien quiera saber por qué han de preferir dormir en marquesinas de otros, o en casetas de campaña, puertorriqueños y puertorriqueñas como Ruth, lo único que tiene que hacer es entrar a alguno de los edificios del residencial Miramar. Nosotros lo hicimos.
Como si se tratase de una buena demostración de la madre naturaleza, ocurre un temblor, representativo, cuando intentamos subir al segundo piso. Escuchamos claramente el ruido al que se refería Ruth en su narración anterior. Y bajamos las escaleras corriendo.
Los pasillos de entrada a cada edificio están llenos de remanentes de empañetado y pedazos de cemento. Muchos están llenos de cajas y bolsas con ropa y artículos del hogar —es la “mudanza” de sus residentes. Se puede ver a las personas en las entradas activamente sacando sus pertenencias de los apartamentos. “Si quiere entrar y ver, en confianza. El apartamento es mío y doy acceso,” nos dice una de las vecinas mientras continúa sacando sus pertenencias de lo que fue su hogar. “Yo no puedo estar más aquí. Nos vamos a quedar por ahí. En la iglesia nos prestaron un vagón para guardar las cosas”.
Las paredes de este apartamento yacen violentamente agrietadas. Las grietas nacen desde el techo. Son grietas gruesas. Algunas son verticales; algunas zigzaguean; otras tienen forma de tenedor o de cruz. Hay paredes que suenan huecas, y paredes que ahora se presentan empujadas hacia afuera, con fragmentos en relieve, como heridas que se abren desde las entrañas y exponen las varillas en su lúmen o el bloque de cemento. Son grietas externas y grietas interiores que se bifurcan, se ramifican y sirven como testigos de temblores naturales, y temores justificados e ineludibles ante la incertidumbre de lo que continúa ocurriendo, y ante la desigualdad social.
Mientras bajamos las escaleras y salimos del último edificio, le pregunto a quien me acompaña: “¿te atreverías tú a dormir aquí?” Todos coincidimos: no.
Afuera me detengo ante un niño. Se llama Yeniel y tiene trece años. Está sentado sobre la acera, rodeado de múltiples cajas y bolsas, pequeñas montañas de ropa, caserolas, platos y algunos juguetes. Su familia se está mudando, y él tiene la mirada perdida. Se le nota serio, afligido. Le pregunto cómo se siente. Es un pregunta tonta, porque puedo verlo en su rostro, pero prefiero no asumir nada.
“Mal”, me dice. “¿Qué es lo más que te hace sentir mal?” le pregunto. “Que nos esforzamos tanto para tener algo y ahora estamos así.” Se le aguan los ojos. Le digo que lo siento mucho, y él me contesta, “Está bien”. Yo le digo alguna que otra cosa como que deseo que esté bien, y algo así como que recuerde que no es el final, que puede echar pa’ lante. Después me despido, le repito que lo siento mucho, y camino cabizbaja porque doy cuenta de que hay momentos cuando realmente se ha llegado al final de las palabras, y hacen falta otras cosas.
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Iris Mónica Vargas es una escritora y poeta puertorriqueña. Ha trabajado dos libros de poesía: La última caricia, publicado por Terranova Editores, y El libro azul, publicado por SnowFountain Press. También, ha publicado cuentos, ensayos, artículos de ciencia y traduccciones. En el 2006, su columna Ciencia Boricua fue galardonada por el periódico El Nuevo Día con el premio a Mejor columna del año. Su trabajo en El libro azul fue galardonado con un Premio PEN Puerto Rico Internacional 2019.