A principios de febrero de 2017, el teléfono sonó anunciando un mensaje de mi madre. En él me reclamaba que hacía muchos días no sabía de mí, ni una llamada ni un texto. Le respondí que hacía una semana nos habíamos comunicado y hablado largo rato, además de haber pasado la Navidad con ella. Entonces volvió a escribir para añadir que aquél dolor que sentía desde noviembre no había mejorado; al contrario, ahora tenía mucha dificultad para caminar. Ese fin de semana decidí ir a verla. La encontré acostada. Realmente no era que tuviera dificultad para caminar sino que ya no podía levantarse de la cama, aunque ella insistía. Su dolor era crónico, incesante y cruel. Sin embargo, ella se veía saludable: mantenía su peso, tenía apetito, su piel y sus ojos lucían limpios de toda mancha o rastro de enfermedad. Pero aquel dolor, aquel dolor era muy raro.
Esa tarde salí a buscar comida con mi hermano menor. Quería saber su opinión pues era médico y aún no habíamos podido hablar de lo que pasaba con mami. Me comentó que los resultados de los estudios que le habían realizado recientemente habían salido normales. Los médicos que había visitado en los últimos dos meses le diagnosticaron un espasmo muscular, pero mi hermano tenía varias observaciones y muchas dudas sobre ese diagnóstico. Algo no encajaba bien. Había que seguir indagando. A la vuelta, ya en la casa, le servimos su comida y le hablamos de buscar una segunda opinión lo antes posible. Ella, aunque preocupada, aceptó. Comió bien, tomó medicamentos para el dolor y al anochecer, un poco más aliviada, me dijo que quería darse un baño, pero que tal vez necesitaría ayuda. Entonces me incliné frente a ella, rodeó mi cuello con sus brazos y poquito a poquito, nos fuimos levantando hasta que se sentó en la cama. Luego le acerqué el andador con ruedas que papi acababa de comprar, y con un esfuerzo monumental, se puso en pie. Lentamente caminamos hasta el baño. A partir de ese momento me entregué en cuerpo y alma a ella. Ayudarla a vivir sería mi único y principal objetivo. La verdad es que solo la estaba ayudando a morir, aunque aun yo no lo sabía.
Entró en la ducha muy débil de piernas, apenas se sostenía en pie y el más mínimo movimiento la hacía gritar de dolor. La sostuve muy suavemente por la cintura mientras el agua tibia caía sobre su cabeza. Recuerdo con nitidez su pelo corto castaño empapándose y nuestros malabares para lavarlo sin que se lastimara más. Esa fue la última vez que el agua cayó libremente, a borbotones desde arriba sobre su cuerpo. Esa fue la última vez que se puso en pie y caminó. Tenía una pequeña fractura patológica en la vértebra lumbar tres (L3), consecuencia de un cáncer metastásico que no sería diagnosticado sino hasta un mes más tarde.
Ella era alta, fuerte, valiente y jóven aún. Tenía sesentaiún años, esposo, tres hijos y un nietecito. Fue el centro de nuestra familia y yo tuve la oportunidad y el privilegio de cuidarla y acompañarla durante su enfermedad hasta algunas horas antes de su muerte. La verdad es que jamás pensé que esto me tocaría tan pronto y –en cierto sentido– tan de repente. De un día para otro mi madre estaba enferma de muerte y sin haber tenido absolutamente ningún síntoma, salvo estar muy viva —más viva que nunca, hubiese podido decir yo. A veces se nos olvida que la muerte anda con nosotros, que vivimos para ella porque es nuestro único destino o el motor que en muchas ocasiones echa a andar nuestra voluntad de vivir. Casi siempre lo olvidamos porque nos resulta terrible e inconcebible nuestra finitud y la de nuestros seres queridos. Y entonces no es sino hasta que se nos muere alguien que esa realidad queda constatada, expuesta de forma desconcertante ante nuestros ojos y nuestra consciencia. Sin embargo, aun así, nos cuesta creer y aceptar.
Mami murió acompañada de mi hermano menor, quien fue su médico y al que yo asistí durante los meses que duró la transición de ella. Sin él todo hubiese sido mucho más difícil para nosotras dos. Pero también sé que sin mí, para mi hermano –el doctor– hubiese sido mucho más difícil enfrentarse a la enfermedad de nuestra madre. Ahora, a un año de la partida de mami, pienso en todo esto y logro reconocer que para atender a un moribundo, el médico necesita apoyarse en algo más que sus conocimientos técnicos. Necesita valerse de mucho más que sus destrezas y las dosis de sedantes que pueda administrar. Quisiera pensar que la mayoría de los médicos está consciente de ello. Por lo vivido, sin embargo, también creo comprender lo difícil que es —mucho más cuando quien está muriendo frente a ti es tu madre— mantenerse sin vacilar, sin dejar que la rabia o la frustración por lo que ya no es posible ofrecer, prevalezca por sobre lo que sí lo es: ayudar a morir con dignidad. Que el médico se reconozca y/o se asuma como un facilitador de cierto bienestar en el escenario de enfermedad y muerte de sus pacientes es importante. Y como tal — como facilitador — le corresponde ayudar a identificar y hacer posibles aquellos cuidados y atenciones que harán la diferencia en el proceso de transición del paciente, apoyando, enriqueciendo y salvaguardando la dignidad del ser humano al que atienden. El médico necesita altas dosis de empatía y reflexión, no conformarse con lo que puede hacer como doctor sino complementar sus saberes echando mano de lo que tiene de humano. A veces es más fácil limitarse a impartir los cuidados o procedimientos técnicos de la disciplina porque es duro ver morir a alguien, pero también normal, natural, que muramos. El médico hace tiempo ha hecho las pases con esta realidad. Sin embargo, que sirva su entrenamiento y formación para acercar más que para distanciar; que consiga reconocer en el paciente, en ese otro, lo que con él comparte, la condición humana, y así logre empatizar verdaderamente. En este sentido yo me convertí en la consciencia de mi hermano. Ser su “Pepe grillo” nos ayudó a fortalecer su fibra más empática para así llegar a enfrentar la transición de mami, ya no solo como hombre de ciencia, sino como hijo y humano que también padece.
Por suerte, mami siempre tuvo nuestra compañía, nuestras atenciones. Nuestros oídos, nuestras palabras y nuestros silencios; nuestro consuelo, nuestras caricias. Le cociné y le di de comer todos los días de mis propias manos, la bañé, la perfumé, la vestí, la peiné todos los días; le saqué las cejas, le pinté las uñas. La acompañé en sus rezos, recé por ella y también para ella, como me enseñó. En las noches más oscuras, en la incertidumbre, en el miedo y en el dolor, me acurruqué a su lado en la cama y acaricié su cabeza. Pocas horas antes de su muerte, en un pasillo frío de hospital, la hice reír por última vez y la encomendé a ese Dios en el que tanto confió para que la recibiera con el mismo amor con el que yo me despedía de ella cada noche antes de irme a dormir.
Mi hermano y yo asumimos lo que entendíamos era nuestro deber para con quien nos dio tanto en la vida. Lo hicimos como mejor pudimos y cuando todo acabó, nos dimos las gracias.
_________________________________________________________
La Autora
Zahira Mabel Cruz Gómez (San Juan) posee un bachillerato en Filosofía y maestría en Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, donde actualmente cursa sus estudios doctorales también en Estudios Hispánicos. Ha colaborado en la redacción y edición de textos para la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades y fue vendedora y editora de adquisiciones de la División de Literatura Infantil y Juvenil de la Editorial Norma. En la actualidad es escritora independiente y columnista para el suplemento semanal En Rojo del periódico Claridad.